
(Ganarse un poquito del cielo. Foto: M.S.)
Subir por Granera
-A cada quien le pesa la subida según los pecados que tenga.
-¡Ah caray!, ¿y eso?
-¿Qué nunca lo has oído?, ¿Qué la subida te pesa según tus pecados?
-No.
-¡Cómo es posible! Es un dicho bien viejo…
-Pues sí, pero no lo había oído.
-¡Caray! Te falta conocer mucho todavía.
-Sí. Aunque eso me recuerda que mi amigo David Morales escribió algo parecido, que te ganas un pedacito de salvación a costa de subir esta calle.
-Bueno… espérame, tengo que descansar un poco. ¡Está terrible esta subida!
-¡Es la más alta del pueblo! Cuando éramos niños hasta aquí llegaban los más temerarios de la bicicleta. No para subirla sino para bajarla
-¡Para bajarla! ¡Qué locos!
-Es la parte más empinada. ¿Te imaginas antes, cuando era un empedrado más bruto?
-Bueno… creo que ya podemos seguir subiendo. ¡Está pesadísima!, es más alta que la subida del Sacromonte.
-Pero es la subida al Santuario. No sé, algo tiene que costar.
-Pues no veo mucha gente que digamos.
-Ha de ser porque cambiaron la circulación de las calles, o porque no sé, a lo mejor les da miedo subir por aquí.
-Pues yo no podría vivir aquí. Estar subiendo y bajando todos los días. ¡A lo mejor me da un infarto!
-Jajaja. Ya estamos viejos. Cuando era más chico subía por aquí con mis amigos para ir a jugar básquetbol a la unidad deportiva. Y no solo subíamos rápido, casi corriendo, sino que hasta íbamos platicando. No parábamos nada para descansar. Uno de esos amigos, que aún sigue jugando, para entrenarse, sube corriendo esta calle y baja por la Sidar, no sé… unas cuatro o cinco veces.
-Ya estamos viejitos… ¡Uf! ¡Por suerte ya llegamos!
-Sí. Ya de aquí hasta la iglesia es pura bajadita.

(El “Señor de los Dulces”. Foto: M.S.)
El Señor de los Dulces
Es morelense, desde luego. Pero no se sabe por los huaraches o la camisa desabotonada hasta el pecho, ni por el inimitable acento. Vamos, ni siquiera porque lleva una carretilla llena de palanquetas, jamoncillos, alegrías y camotes. Se sabe por su aura, una llaneza y modo de ser que a nosotros los alteños nos resultan inconfundibles. “¿Aquí viene algo sobre la Fiesta?”, pregunta mientras hojea el libro. “Sí. Sobre las tradiciones, los eventos que se hacen. Sobre la llegada del Dulce Nombre de Jesús”. Deja su carretilla más cerca y se concentra en el libro. Es muy joven y tiene gran expresividad, la misma que se requiere para caminar con huaraches y parecer que flota. Está concentrado y repasa las hojas como si dentro hubiera una mercadería y no palabras.
“Yo sé la historia de la imagen”, dice de pronto. Su voz es alegre pero no oculta la profundidad: va a hablar de algo serio. Como comerciante ha de ser bastante convincente: ahora captura nuestra atención. Lo que cuenta vendría a ser el otro extremo de la madeja en la tradición sobre nuestra imagen, puesto que es lo que a mí mismo me contaron mis abuelos, salvo que ésta es la versión de los otros, la de Morelos.
“Yo soy de Huazulco. Nuestros abuelos contaban que la imagen del señor era de allá, pero que cuando la traían de vuelta se quiso quedar aquí. Por eso es que le hacen su misa y venimos. Le tenemos mucha fe al Señor de los Dulces”.

(Más que el hipérbaton. Foto: M.S.)
Cuando dice eso, las palanquetas de su carretilla parecen adquirir un brillo luminoso. El Señor de los Dulces. No es un hipérbaton (la figura retórica que altera el orden lógico de la oración), ni siquiera un error en la transmisión oral sino una muestra cultural de su fe: en Huazulco, el pueblo morelense donde se hacen dulces, donde se veneraba una imagen que ahora se denomina con la inimitable alegoría de “Dulce Nombre”, ¿por qué no iba a permitirse tener por patrón a un nazareno protector de los dulces y los dulceros?
“Bueno, me voy a vender. Si puedo luego regreso…” Aunque de hecho, según su tradición, sí lo está haciendo, regresando al pueblo donde su imagen decidió quedarse hace muchos años para siempre.

(Un descanso en la batalla. Foto: M.S.)
Cuando Fierabrás y Oliveros almuerzan juntos
La luenga barba del cristiano le da una dignidad señorial que sin embargo, contrasta con el pañuelo. No es que un pañuelo sea signo plebeyo sino que le aprieta la cara. El azul satinado de su traje es brillante y el papel de líder lo hace muy bien, pero está bañado en sudor, su celestial traje parece ahogarlo y no lo deja morder a gusto. En cambio, el mahometano mantiene su corona sobre la cabeza, que se balancea al ritmo de su masticada y a cada momento parece que va a caerse. Nada. Ambos comen chicharrón en salsa verde con arroz. Huele delicioso y se antoja. Los sorprendo a medio plato pero no por ello se apuran, de todos modos la batalla ya se sabe que siempre la ganan los cristianos.
No se inmutan mucho porque esté ahí. “Bueno, es que esto es muy viejo, tenemos como cincuenta años de representarlo”. El mahometano tiene 73 años y un poco menos el cristiano. Son como los viejos héroes de gesta, solemnes y de pocas palabras. “Pero empezamos como esos chiquillos”, me dicen mientras me señalan a los bisoños soldados de su parcialidad, un par de niños que se olvidan del rigor marcial y corren y gritan por el atrio. “Somos entre 32 y 50”, me precisan, pero su contingente es aún mayor y bien provisto de logística: vienen señoras, ancianos, niños, fieles, las mamás de los niños soldados e incluso un camarógrafo que entiendo es oficial, pues trae un chaleco que dice San Matías Cuijingo y no deja de hacer tomas de todo.
Por la mañana han salido de su pueblo (a unos siete kilómetros de aquí) para venir caminando a Tepetlixpa. Ocupaban media carretera y un contingente inconmensurable. “No es por presumir, pero de todas las peregrinaciones que vienen, la nuestra es la más grande y llamativa. Figúrese: adelante venimos el reto y atrás la gente. Venimos bailando”. Los enemigos detienen la plática para merecer su chicharrón. “Somos muchos. Pero así nos podemos repartir, porque tenemos tres cuadros. Unos salen en uno, otros en el otro y así. Ahorita nos tocó a nosotros, pero siempre hay quien salga en el reto”. El mahometano es alto, lo que le permite distinguirse de sus compañeros, pero además, tiene gran apostura, con su cara curtida y su bigote canoso en verdad parece un general. Setenta y tres años y sigue metido ahí. Pero el cristiano no se queda atrás. Como émulo de los cruzados, mientras sostiene por debajo del plato de unicel una tortilla, el enorme machete tintinea como cascabel. Cuando nota que observo su arma comienza a rememorar. “La verdad es que solo por aquí luce más el reto. Porque por ejemplo, vamos a la Villita y nos quitan esto”, empuña el machete como el buen Oliveros que ha de ser, “y pues la verdad no luce, ¡no luce!”.

(Sin machete no luce. Foto: M.S.)
Platico a media tinta entre sus bocados (suculentos para ser sinceros) y la premura que tengo para ir a instalar el stand, pero todavía hay tiempo para que el cristiano me comente que salen a muchos lados, “hemos ido a Chalco, a Juchitepec, a Ozumba, con don Juan; también a Milpa Alta, a Topilejo, a Mixquic y a Cuecue”. Curiosidad, en todos estos pueblos aún subsiste la tradición de los Doce pares de Francia, tan extendida y fuerte en México… salvo en Tepetlixpa, donde desapareció de plano. Se los hago ver, pero no necesitan muchas explicaciones. “Porque vamos, el chinelo es diferente. Es puro desmadre con perdón de la palabra. Uno se mete al brinco y pues ya nadie lo para. Esto es otra cosa”, dice el cristiano, del que sé que es el representante del reto, pero no si en efecto es el bravo Oliveros, o el mismísimo Carlomagno, sin corona ni barba pero con el mismo afecto por la comida (Carlomagno fue sin saber el fundador de la gastronomía francesa).
El mahometano asiente de vez en vez. Su chicharrón es suculento, apenas un “taquito” pero que los tiene sumamente satisfechos con sus anfitriones. Dicen que los recibían por la calle Guerrero, para darles el almuerzo, y que apenas el año pasado murió uno de sus más caros anfitriones. “Nos dio mucha pena, porque estaba tendido el 20 de noviembre pero pues teníamos nuestro compromiso y no lo podemos tirar así como así. Le pedimos disculpas a la señora. ¡Cuándo se puede se puede!, ¡Ha!, ¡Si la muerte nunca avisa!”. Luego les pregunto si les gusta venir a Tepetlixpa. “Sí. Verá, antes que nada, está el Jefe”, dice refiriéndose al Dulce Nombre de Jesús, “pero la verdad nos gusta venir aquí a Tepe. Siempre somos bien atendidos y recibidos”.
El taquito se ha hecho eterno y el tiempo apremia. No sé si debo decirle Balán o si es Fierabrás, pero tengo enormes ganas de mostrarles mis respetos.
Por lo mismo, les dejo almorzar en paz y me retiro de su –por ahora- tranquilo y despejado campo de batalla.

(Difundir la Cultura, trabajo insólito. Foto: M.S.)
Un stand informativo
Ya de por sí es insólito dedicarse a difundir cultura, pero más si se hace en medio de la algarabía de la Fiesta. Doble si se considera que no es asunto oficial sino al contrario, de la más estricta sociedad civil. Primero causa duda el por qué poner cajas de madera. ¿Será acaso para el enésimo negocio de micheladas?, ¿asunto de comida, de dulces típicos? Luego, los pocos curiosos del inicio se percatan de que el contenido es tan raro como no lo pensaron. Artesanías, fotos, cuadros, libros. Durante el día los asistentes son variopintos, desde los músicos de chinelo que pasan tocando sus instrumentos y entre nota y nota se asoman al contenido de las fotos; los propios y extraños que se dejan convencer y se quedan con un pedacito de este lugar, hasta los francamente asombrados y en el fondo, escandalizados, de semejante proposición.

(Flores de inmortal. Foto: M.S.)
Desfilan tantos personajes que todos merecerían su crónica, pero nos quedamos con nuestros clientes estrella, los fieles asistentes de esta y la anterior aventura: los niños. Cuando reconocen el stand preguntan qué nuevas cosas hemos traído. “Algo de papel maché, fotos”. “Al ratito los mando”, dice su mamá, apurada con su propio negocio.
Otros niños llegaron antes, claro; sin penas, sin vergüenza. Nos preguntaron de las fotos antiguas, les hicimos ver cómo se ha transformado su pueblo. Abren los ojos y se entusiasman. “¿Entonces, aquí es la Colonia?”. Y sí, ese páramo lleno de árboles, con el volcán resplandeciente porque aún no perdía sus glaciares al fondo es La Colonia.

(Clientes estrella. Foto: L.R.)
Pero nuestros clientes estrella llegan más tarde. Mi esposa los atiende con verdadero placer. Juegan con las pequeñas artesanías, preguntan sobre las esculturas de madera que hemos exhibido y se dedican a analizar un cuadro abstracto. “A ver, ¿para ti qué cosa es este cuadro, qué ves en él?”. Laura les ha explicado que lo abstracto les permite ver lo que ellos quieran, lo que más les convenza. “Yo veo ojos. No, yo veo unas manos. No, no. Yo veo como a una persona”. Una niña un poco más grande que los otros dos se atreve: “¿y de qué material están hechos?, ¿acuarela?”. “No, es óleo”, le digo desde mi lugar. La niña se acerca como el más templado curador de museo, como una crítica experta y exquisita. “Yo también tengo óleos”. Lo dice como cualquier cosa, lo que sin duda significa muchísimo más de lo que Laura y yo podamos apreciar. ¿Estará viendo ojos, un paisaje lunar o la abstracción definitiva de la Fiesta de Enero? Se toma su tiempo. Sonríe. “Cuando alguien sonríe así es porque le has tocado las fibras más profundas de su sensibilidad… porque el Arte lo ha tocado, le ha despertado algo dentro de sí”, me dice mi esposa más tarde.
Los otros niños, sus primos, piden precios con gran propiedad y se divierten con la máscara de jaguar. Laura, siempre infatigable con los niños, les hace repasar además de su pueblo, sus leyendas e historias más profundas, por ejemplo, cuando les dice que la mascarita de la mesa es una cara de nahual. “¡Huy!, ¡de nahual!”, brincan. Luego se echan mutuamente quién es el nahual y eso los tiene entretenidos como nunca.
En eso, el más pequeño se va y regresa con una calavera de tezontle que compró el año pasado. “Es de mi colección”, dice ufano y a todos nos da alegría, pero también sorpresa, porque no la ha tenido abandonada, no la ha perdido; incluso, ya que no tiene polvo, se ve que la ha conservado en un lugar importante para él dentro de su casa. Vuelven a negociar sus adquisiciones, su colección es exigente y terminan al final con un pequeño lagarto de papel maché. Se toman fotos y nos dicen adiós con sus manitas.
El próximo año tendremos que ofrecerles algo novedoso. Ojalá que sigan perseverando en eso que les gusta.

(“¡Bien atendidos!”. Foto: M.S.)
Anfitriones
“Esta es su pobre casa y está abierta para usted cuando quiera y necesite”. Más o menos así es la fórmula sacada de una costumbre que se hereda de generación en generación. Tan arraigada al ser del pueblo que es como su nota distintiva, lo que los caracteriza, lo que les da gran orgullo. “Disculpe usted si no le hemos atendido como se debe, pero ya ve, ¡cuántos invitados tenemos!”. Y ciertamente, hay cientos de sillas ocupadas por todo tipo de cuerpos, caras desconocidas pero exigentes, o demasiado supinas y timoratas para pedir más; ese “otro poquito” que puede ser desastroso para el estómago no precavido. “¿Un poquito más?” en realidad es otro plato rebosante. Y siempre se debe de terminar.
Dejar la comida no solo rompe la cortesía sino que es una verdadera afrenta. Me platica una señora: “en realidad las personas no es que no quieran dar la comida [se refiere a las pantagruélicas comidas para una comparsa de chinelos: entre 1000 y 1500 comensales, todo incluido], porque de buen gusto la dan. Lo que pasa es que ya no les gusta que la gente tire la comida, que la desperdicien, porque luego nomás la pican un poco y dejan tirados los platos. Eso es lo que ya no le gusta a la gente”. Llevan a sus niños, a sus conocidos y a todos los que se puedan. Les sirven su plato y el anfitrión espera que barra con él y pida más. No que lo tire. Es ofensivo. “Eso es lo que pasa, por eso luego se enoja la gente”.
“¿No te echas un tequilita?”. Las evasivas funcionan. No puedes decir abiertamente, “gracias, gracias, es que fíjese que soy abstemio”, aunque hay cierta comprensión, porque acaso, menos burros más olotes y el anfitrión encontrará otros compañeros que le acepten el trago. En realidad no importa sino el que estés ahí, disfrutes, te dejes consentir y vengas al pueblo. Eso último resulta perentorio: la Fiesta se hace con personas, mientras muchas sean, mejor. ¿Cómo pensar en una fiesta vacía, con las calles apenas malamente recorridas y sin puestos qué ver? ¿Cómo sería Tepetlixpa sin sus casas abiertas para que todos entren a comer? En el último rincón de este pueblo, en los lugares donde va creciendo la mancha urbana, pero lo mismo en sus calles más viejas, en los recodos cercanos al templo de El Calvario, en la ruta por donde andan las comparsas y donde se estacionan los autobuses de los peregrinos. Por todos lados hay una comida y sus invitados. Palabra ambigua como ninguna. El invitado llega a serlo por cualquier pretexto que fomente las cortesías y amplíe las amistades. Don Carlos Serrano, mi tío abuelo, hace su comida (a la que cada año me invita formalmente) porque algún año hace muchos años, una pareja le pidió permiso de entrar a su casa para cambiarle el pañal a su bebé. Ahora siguen viniendo los hijos y la extensa parentela de aquel bebé que sigue siendo en esencia un desconocido, pero en día de fiesta merece todos los respetos y todas las atenciones. Esto, se entiende, puede ser recíproco.

(Cortesías de pueblo. Foto: M.S.)
Una señora mayor, doña Pascuala Galván, le estuvo dando todo tipo de datos sobre Cuijingo a mi esposa. No tenía recelo ni estaba prevenida contra el mal uso que se pueda dar a las cortesías de pueblo (que como muestra de respeto, las personas te dan su nombre completo, una indicación breve al linaje de su familia y su dirección completa, por si gustas visitarla “en su pobre casa”). Se sentía cómoda y hasta diría que feliz hablando de sus tradiciones, de su fe, de lo que significa para ella venir a Tepetlixpa. Y luego, al despedirnos, nos dijo con una alegría bañada de la melancolía de sus más de ochenta años: “yo ya soy solita… ¡si no los invitaba a mi casa en la fiesta!”. Uno se siente agradecido porque esta bondad siga soportando los embates de la maldad y la violencia.
“¿Otro poquito?, ¿le falta algo?”. Entonces uno pudiera pedir otro estómago por favor, o alguna forma de poder llevarse en el cuerpo trescientos gramos de carnitas humeantes o cuatro tamales de frijol abundantemente bañados en mole. Pero decimos gracias, no, ya nada, muchísimas gracias, y nos sumamos al coro de fuereños que solo tienen una frase para celebrar tanta cortesía: “¿De los de Tepe?, bueno… pues que siempre nos reciben bien, nos dejan bien atendidos”.
¡Bien atendidos!. Hasta dentro de un año, primero Dios.